Libro: Naturaleza, ruralidad y civilización. Autor Félix Rodrigo Mora (Viernes 28 de Octubre 2011)

Libro: Naturaleza, ruralidad y civilización (Editorial Brulot, 2010).

Presentado por su autor Félix Rodrigo Mora

Viernes 28 de octubre a las 20h

Sinopsis del libro:

En lo formal, “Naturaleza, ruralidad y civilización”compendia, en la primera parte,  artículos y guiones de charlas, publicados o promovidas por diversos colectivos: de crítica antiindustrial, “Los Amigos de Ludd”; de resistencia a grandes infraestructuras, la “Asamblea del País Vasco contra el TAV” y de fomento de la horticultura popular en los espacios urbanos y periurbanos, los BAH (Bajo el Asfalto está la Huerta). En la segunda parte, elaborada específicamente para este libro, se ocupa de los problemas actuales de la agricultura (convencional y ecológica), la calidad de los suelos, el arbolado, el agua, los regadíos, las nocividades inherentes a la ciudad y el movimiento de ida y retorno al campo emprendido por un sector, aún muy minoritario pero ya significativo, de la juventud. Se puede decir que lo agrario ayer, hoy y mañana es la noción vertebradora de la obra.

          Su título aúna tres nociones organizadoras. La naturaleza en tanto que naturaleza política, esto es, elegida y escogida y no meramente exterior y dada al ser humano, como ha sucedido hasta hace poco. La ruralidad, sinónimo de no-ciudad, que fue en el pasado y quizá sea en el fututo pero que hoy apenas existe, al haber sido aniquilada (y al haberse dejado aniquilar, enfoque que evita el victimismo, por tanto, la irresponsabilidad y su consecuencia, el narcisismo paralizante) por la sociedad de las megalópolis y los poderes ilegítimos ilimitados. Axial es la categoría de civilización, que no equivale aquí a formación social, sino que está tomada de la obra de Salviano de Marsella, autor del siglo V que forma parte del monacato cristiano revolucionario, quien la contrapone a barbarie, a vida incivil, no libre, encanallada y amoral. De manera que el titulo expresa la aspiración a construir una sociedad civilizada por medio de una relación renovada con la naturaleza y en el ámbito de lo rural recreado.

          En su epistemología y estilo, el libro resulta de un enfoque holístico, plural y complejo, de las materias consideradas, con exclusión del criterio cartesiano, que lleva a un saber ilusorio, por especializado, parcelado y fragmentado, por estático y desdeñoso de las interconexiones realmente existentes entre las diversas realidades singulares, las cuales, además, son presentadas con una simplicidad puramente inventada que rehuye el conocimiento cierto sobre sus contradicciones internas y automovimiento. Como consecuencia, es una suma de esbozos, aserciones seminales y pinceladas que, lejos de agotar ninguno de los temas, tiene como primer designio el animar a continuar la reflexión experiencial, el estudio, el debate y la acción transformadora. Ello demanda una exposición concentrada, decidida a exponer la multiplicidad y complejidad de lo real, en la que se procura que sólo tenga cabida lo más fundamental. Ello acaso requiera de una lectura atenta, reposada y relajada, mejor si es individual y colectiva al mismo tiempo.

          Podría decirse que es la experiencia reflexionada, no las teorías ni los doctrinarismos a priori, la que suministra el sistema de proposiciones y argumentaciones de la obra. Experiencia propia y, más aún, del otro, de los iguales, recogida en un texto que es, en buena medida, una puesta por escrito de las viejas y nuevas formas de saber popular propias de la tradición oral que siempre han dotado de conciencia (autoconciencia, más bien) autónoma a las gente de la ruralidad. Eso no es óbice para que el libro, a pie de página, incluya una amplia bibliografía, la mayoría de ella considerada en sus aspectos positivos, por parciales que sean.

          “Naturaleza, ruralidad y civilización” se ofrece a lectoras y lectores en un momento en que el ecologismo ha girado casi en su totalidad hacia las instituciones, dejando de ser un movimiento de base para transformarse en una parte del aparato gubernativo y mediático, poco apto por ello mismo para proporcionar propuestas y soluciones independientes que vayan a la raíz de los problemas, que se agravan con el paso de los días. En realidad, todo el radicalismo de pega que cooperó de un modo u otro a que en 2004 ganara el PSOE las elecciones se ha oficializado, o ha desaparecido. El libro, con sus limitaciones y defectos, se propone contribuir a remediar tal estado de cosas, preconizando formulaciones y metas que tienen la verdad concreta-finita como designio y que pretenden ser, por ello, verdaderamente revolucionarias.

          En la parte histórica incluye elementos para un análisis concreto del mundo rural de la península Ibérica que ha existido hasta hace unos decenios, desde sus orígenes en la gran mutación civilizadora de la Alta Edad Media hasta su liquidación por el Estado franquista, sin olvidar el carlismo, la guerrilla antifascista de 1939-52, esencialmente rural, ni la emigración, de unos 6 millones de personas, desde las zonas agrarias a las industriales y urbanas en los años 1955-70. Es central, en el libro, la investigación sobre la génesis, naturaleza y trayectoria de la institución del concejo abierto, como forma asamblearia tradicional de gobierno de las comunidades campesinas, así como de las villas hasta cierta fecha. En la indagación de sus orígenes se remonta a la obra escrita de Beato de Liébana, del siglo VIII. Todo ello es proyectado hacia el futuro, al formular que sólo un régimen de autogobierno fundamentado en una gran red de asambleas soberanas es capaz de realizar la libertad política para el pueblo, lo que equivale a tildar de dictatorial el vigente régimen parlamentario y partitocrático.

          Los patrimonios comunales, o concejiles, son objeto de estudio, que contempla su casi liquidación por los diversos episodios desamortizadores promovidos por la modernidad, ilustrada y liberal, y la precaria y degradada situación de lo que aún sobrevive de ellos hoy. La obra y figura del ideólogo de tan desventurados acontecimientos, el ilustrado Jovellanos, autor de “Informe de Ley Agraria”, de 1795, no resulta olvidada. Tal sirve de preámbulo al estudio de los bosques actuales, víctimas del proceso de particularización y dañados por unas condiciones adversas, resultantes del lunático proceso de tala y roturaciones a descomunal escala, con la correspondiente agricolización y cerealización llevado a efecto desde el siglo XVIII por imposición del Estado, de todo lo cual, muy probablemente, proceden enfermedades actuales tan inquietantes como la “seca” de los Quercus,  entre otras. El régimen comunal de la tierra en el pasado marca la pauta, corregidas las imperfecciones y debilidades de aquél, de lo que es deseable para el futuro.

          La gran tradición hispana de autonomía y soberanía del municipio, de donde resultan los fueros y cartas pueblas de los siglos IX-XIII, expresión escrita del derecho consuetudinario, o de elaboración popular, es igualmente examinado, con una proyección sobre el presente (crítica con la vigente Ley de Régimen Local y con su norma superior la constitución española de 1978, tiránica y antipopular), y sobre el futuro. En efecto, una sociedad libre ha de asentarse en el municipio que se autogobierne por medio de un régimen de asambleas políticas: deliberantes, decisorias, legislativas y judiciales, que posea en común los más fundamentales factores de producción, en primer lugar la tierra, condición necesaria para constituir una sociedad libre (sin artefacto estatal, sin ciudad capital, sin ciudades, sin casta pedantocrática y sin clase empresarial) y convivencial, apta para la realización de la esencia concreta humana.

          Las nocividades de la agricultura que, habando en puridad, resulta ser, en su esencia, una forma de artificialización de los agrosistemas, es examinada no solo en sus manifestaciones actuales o realidades concomitantes más aciagas (agricultura bajo plástico, factorías vegetales, desherbado térmico, horticultura de exportación, uso a gran escala de feromonas, parques eólicos mortíferos para la avifauna, etc.) sino en todas sus formas, también las menos agresivas. Sus consecuencias en el presente son la erosión, desertificación, mineralización de los suelos, acidificación, contaminación por metales pesados, salinización, sequía estival creciente (que, a partir de un límite temporal, no puede ser soportada por el arbolado autóctono, especialmente por sus plántulas), grave merma de las aguas subterráneas, consumo ascendente de agrotóxicos (convencionales y ecológicos) y de maquinaria. La agricultura ecológica a gran escala, hoy regida por los reglamentos de la Unión Europea y rígidamente institucionalizada, es considerada con escepticismo. El análisis de los tortuosos avatares de la Política Agraria Común también se esboza.

          El distanciamiento argumentado que “Naturaleza, ruralidad y civilización” adopta hacia la agricultura ecológica ordenada y manipulada desde Bruselas, que es presentada por algunos (Naredo, González de Molina, Juana Labrador) como la solución, al parecer completa y perfecta, a las desatentadas nocividades que azotan a terrazgos, praderías, montes, atmósfera, masas de agua dulce y mares, resulta avalado por la simple lectura del reglamento marco 834/2007 y de su reglamento de aplicación, elaborados y promulgados por la Unión Europea, en vigor desde enero de 2009.

          Tal normativa hace de dicha agricultura una actividad organizada desde arriba, por medio de leyes y otras normas sancionadoras, de cuyo cumplimiento se encarga el SEPRONA de la Guardia Civil, así como una parasitaria falange de expertos, tecnócratas y funcionarios. Está, además, dirigida al mercado y a la búsqueda de beneficios; es gran consumidora de productos neo-químicos, maquinaria, agua y energía; promueve el monocultivo y el latifundismo, perpetúa la separación entre agricultura,  ganadería y selvicultura, se propone mantener a la ciudad abasteciéndola desde el campo y haciéndola “sostenible”, reedita la división entre productores y consumidores, daña los suelos, se desentiende en los hechos del quehacer más decisivo, la forestación de millones de has. con especies autóctonas, arroja por la borda el principio de precaución (que exige a la agricultura convencional) y no proporciona alimentos más sanos ni mejores que las prácticas agronómicas convencionales, como lo evidencia, entre otros muchos puntos concretos, que admita una contaminación “accidental” por OGM del 0,9%. Lo expuesto debe entenderse como una crítica al régimen que la U.E. impone a aquélla, no a los agricultores y ganaderos modestos que se acogen a la certificación, los cuales son gente benemérita merecedora de toda consideración.

          La indagación sobre la naturaleza de la agricultura como tal se lleva, en “Naturaleza, ruralidad y civilización”, hasta la investigación de sus orígenes en la p. Ibérica, en el caso del mítico reino de Tartessos y en las consecuencias de las guerras cántabras contra Roma, en los años del 29-19 antes de nuestra era. Se escruta, así mismo, de forma crítica, la obra de Columela, el agrónomo romano de origen hispano, y, de manera apologética, la de Miguel Caxa de Leruela, autor del siglo XVII (su texto central es “Restauración de la antigua abundancia de España”, 1631) partidario de minimizar las superficies agrícolas en beneficio de las montuosas y pecuarias. Finalmente, se preconiza una forestación con especies autóctonas a gran escala, una disminución radical de las tierras cultivadas y una nueva forma de alimentación, que incluya una proporción notoria de frutos arbóreos (bellotas, castañas, hayucos, etc.) y plantas silvestres, como era habitual en los pueblos prerromanos peninsulares, y en la sociedad rural popular tradicional hasta la segunda mitad del siglo XX. Ello hará posible la regeneración del bosque, y de todas las formas de cubiertas vegetales, con incremento de las precipitaciones y mejora de los suelos, que es lo único que puede detener la rápida marcha de los 4/5 de la superficie peninsular hacia la desertificación.

          La cuestión del agua se ha hecho central, y así es considerada en “Naturaleza, ruralidad y civilización”. Devastados los bosques por la política ilustrada y luego por la constitucional y parlamentaria (sin olvidar a la fascista en los tiempos aciagos del franquismo), se ha ido produciendo en los últimos 300 años un declive acentuado de las precipitaciones. Mientras la derecha se aferra a los trasvases, la izquierda apuesta por las desaladoras. Si los primeros son inaceptables, no resultan ser mejores las segundas, verdaderas fábricas de agua que llevan hasta el extremo la artificialización de la existencia humana. El agua no puede venir de instalaciones fabriles sino de donde ha venido siempre, de las nubes. Las desaladoras, por las que se inclina J.R. Naredo, siempre fiel al credo socialdemócrata, no salvarán, además, al bosque autóctono de la Iberia seca que, en los estíos, agoniza. El remedio está en la reducción a la mitad de la actual superficie agrícola, para expandir paso a paso los bosques, propiciadores de lluvias y regeneradores de suelos.

          Similarmente, hay que emitir un veredicto negativo sobre la agricultura manejada por ingenieros, expertos y autoridades académicas. Desde hace milenios aquélla ha sido actividad de la gente común, de los hombre y las mujeres del pueblo, y así debe seguir siendo. Los sabelotodo con títulos universitarios: ingenieros, titulados y doctores, son quienes han creado la actual situación de devastación sin medida y nocividades acumuladas, que hacen mirar con aprensión el futuro inmediato de la humanidad. Como funcionarios del Estado que son (o de la gran empresa), tales no poseen un saber imparcial y encaminado a la realización del bien común, sino un amasijo de técnicas irresponsables cargadas de ansias de dominación y lucro, dirigidas, en definitiva, a la depredación y la destrucción.

          La ciudad es considerada con realismo en “Naturaleza, ruralidad y civilización”, es decir, como espació para el desenvolvimiento del artefacto estatal, explicando su origen y patológico crecimiento a partir de la estatización rampante (no sólo aplaudida sino también demandada por la izquierda, institucional y “radical”, el ecologismo y el feminismo, para los cuales el Estado es la potencia redentora y benéfica por antonomasia, lo que les convierte en partidarios de hecho del Estado policial) de las sociedades contemporáneas, fenómeno aciago para el que se esbozan soluciones. Entre ellas se privilegia la inicial corriente de retorno al campo, loada con reflexiones y proposiciones de diversa naturaleza, en la convicción que será, en los próximos decenios, una vía de acción inmediata escogida por más y más jóvenes, para los cuales las hórridas urbes de la modernidad resultan ser intolerables. Tal movimiento hace suyo, en las actuales condiciones, el poema de Miguel Hernández titulado “Silbo de afirmación en la aldea”. Con su existencia, aquél pone en evidencia la banal retórica oficialista, acogida e interiorizada por muchos que se creen radicales sin pasar de propagandistas de lo institucional, sobre la pertinencia y posibilidad de una ciudad “sostenible”.

           El desplome del mito que el progresismo y el izquierdismo han urdido en torno a la ciudad, presentada por ellos como realización del bien, frente a lo rural y aldeano, satanizado en tanto que expresión de “atraso” e incluso de existencia infrahumana (recordemos el “documental”, en realidad un panfleto fílmico, del hiper-moderno Buñuel sobre las Hurdes, “Tierra sin pan”), tiene una significación histórica, pues indica que nuevas perspectivas se abren para regenerar las seniles sociedades contemporáneas. La ciudad está perdiendo toda significación en lo cultural, en lo político y en lo convivencial, como espacio de saber y como concentración de los tenidos por mejores. Su naturaleza barbárica, fomentadora de una vida solitaria e insociable que no es ya humana, hecha de aleccionamientos y amaestramientos sin tregua, volcada en la incivilidad, la neo-ignorancia, el culto al dinero, los ocios embrutecedores, el egotismo y la degeneración física está ahora poniéndose en evidencia para más y más personas.

          Aduce Orwell que la meta del progreso y de los progresistas es precipitar a la humanidad en “algún horrible e infrahumano abismo de comodidad e incapacidad”, pues bien, ello tiene lugar sobre todo en la ciudad. No es casual que el mundo romano, en putrefacción, comenzase a regenerarse cuando, a partir del siglo III, las ciudades conocieron una decadencia ya obvia, que era consecuencia de la descomposición del aparato estatal romano, con marcha de las gentes a las áreas rurales, en las cuales floreció el monacato cristiano revolucionario, que creó una nueva formación social, mejor y superior a la precedente aunque no perfecta. Con todo, el actual movimiento de retorno al campo tiene mucho que hacer aún hasta dotarse de una cosmovisión, un programa y una vida colectivista y comunitaria local y supralocal, abandonando las ingenuidades, afanes escapistas, mentalidad precipitada, escasa reflexión y fáciles utopismos sin fundamento que ahora le lastran, los cuales están en la base de decepciones y fracasos.

          Para que la vuelta a la ruralidad sea una contribución a la constitución de una nueva sociedad y de un nuevo ser humano, e incluso para que alcance una cierta entidad como tal, se han de cubrir ciertas condiciones, ahora poco atendidas. Previo a todo es la puesta en común y reflexión conjunta de las experiencias acumuladas. Sobre esa base se ha de realizar un análisis  razonablemente acertado del actual momento histórico y, sobre él, una fijación de fines estratégicos. El problema de la convivencia y las relaciones interpersonales es de primera importancia, así como el de combinar el trabajo productivo con el esfuerzo reflexivo, no sólo el estudio sino también la creación. Quienes hacen de la marcha al agro un mero cambio de lugar olvidan que la maldad promovida e impuesta por el Estado y el capitalismo la llevamos todos dentro de nosotros mismos y que por ello es de primordial importancia esforzarse en adquirir, como expone Salviano de Marsella, “una conducta nueva”, que ha de resultar de una nueva cosmovisión, realizada en lucha interior tanto como exterior. El estudio de la historia, en particular de la que se ocupa de los movimientos del pasado que repudian la urbe y reconstruyen la civilización sobre todo desde el campo, en los siglos IV al X, es necesario.

          Dado que vivimos en “la sociedad de la información”, esto es, en un régimen de dictadura política que viola a descomunal escala la libertad más fundamental de todas, la de conciencia, cuya particularidad es el adoctrinamiento inmisericorde, desde la cuna a la tumba, de los integrantes de las clases populares, vil labor que realiza sobre todo la pedantocracia (los cuerpos de catedráticos y profesores de la universidad en primer lugar), es imprescindible alcanzar la autonomía en el terreno de las elaboraciones intelectuales, único modo de no ser víctimas de aleccionamiento o, al menos, de reducir sus efectos sobre el propio entendimiento. Por tanto, en el retorno al campo, el trabajo intelectual, de autoformación y al mismo tiempo dirigido al exterior, es una cuestión de singular importancia

          En esa dirección, la significación última de “Naturaleza, ruralidad y civilización” está en que es un esfuerzo concreto, sin duda imperfecto, encaminado a avanzar en la realización de la tarea número uno de nuestro tiempo, superar el vacío intelectual que ha dejado el derrumbamiento de las viejas certidumbres, constituir un sistema de ideas que sea la negación de lo existente en tanto que institucional. El naufragio de los viejos credos redentoristas, el descrédito de una buena parte de las ideas tenidas por emancipadoras hasta unos decenios, demanda, si se desea poner fin al vigente estado de cosas a través de una revolución de naturaleza innovadora, cuya meta sea la realización de la libertad (política, civil y de conciencia), elaborar nuevas convicciones con base en la experiencia, adelantar novedosas formulaciones, establecer programas de fines y de acción a la altura de las circunstancias del siglo XXI.

          Por ello, el trabajo de reflexión, dirigido a constituir materiales intelectuales de algún valor, ha de primar sobre el activismo, la ceguera pragmática, el culto por las luchas hoy posibles (que, por ello mismo, no son y no pueden ser revolucionarias) y la falta de metas estratégicas, males que llevan ya más de 40 años con nosotros. Si se trata de realizar una transformación total suficiente de la actual sociedad los textos que esbocen nuevos enfoques son imprescindibles, y su confección ha de ser tarea de todas y todos. Tales fines pretende contribuir a cubrir la obra aquí comentada.

Félix Rodrigo Mora, quien habla sobre los mecanismos que usa el poder para dominar a los pueblos. Es imprescindible identificar esos mecanismos si queremos una verdadera transformación social. El objetivo del poder no suele ser acabar con la naturaleza sino dominarla. Tenemos un ejemplo claro con la alimentación. Consumimos cada vez menos variedad de alimentos y eso facilita su control al poder. Ya no existe el mundo rural como tal y el modelo de agricultura es una herramienta más para el control. En el estado español hay 20 millones de hectáreas de agricultura intensiva, la mayoría con monocultivos de vid y olivos. Además, la agricultura ecológica en algunos casos se ha institucionalizado y repite algunos de los errores de la agricultura intensiva e industrial. Félix propone reducir las tierras dedicadas a la agricultura, la recuperación de bosques y reivindica el consumo de frutas cercanas. Al ponente no le gustan las grandes ciudades. Dice que son desiertos para las relaciones y es allí donde el estado es fuerte. Las sociedades que viven bajo el estado no pueden ser civilizadas, puesto que las personas no pueden desarrollar su esencia.